sábado, 16 de noviembre de 2013

Manual para pasar por la Puerta del Perdón de la Catedral

La Puerta del Perdón de la Catedral está abierta. Lo publicaron los periódicos, lo dijeron los cronistas. ¡Oportunidad única! ¡Vaya y pase por la Puerta Santa! Los enterados y los que pasaban por ahí no pierden oportunidad de ir para ver una puerta abierta, si acaso pasar por ahí y descubrir… nada. Disneylandia es más divertido aunque mucho más caro.

Ciertamente poco significa hoy en día que el gran portón central de la fachada principal de la Catedral Metropolitana esté abierto por unos cuantos meses. Recurrentemente se hace mención a que la importancia del acontecimiento se debe a su poca frecuencia. ¡Se abre cada 25 años! Bueno, esto es parcialmente cierto: se abre al menos cada 25 años. Ahora está abierta porque la Catedral recientemente decidió que 1813 fuera la fecha de “terminación” de sus obras, por lo que ahora celebra el bicentenario de ese acontecimiento. Sin embargo, la última vez que se abrieron estas puertas por un breve período fue para los funerales del Cardenal Ernesto Corripio Ahumada, quien fue enterrado en la Catedral el 12 de abril de 2008. Antes que eso, la puerta fue abierta en 2000 siguiendo la tradición jubilar. Esto es, abrirla cada 25 años que es cuando la Iglesia Católica decreta un período de gracia en la que sus creyentes reciben una serie de beneficios espirituales a partir de ciertas acciones.

 En el mundo hispano, pasar por la “puerta jubilar” de una catedral es motivo de indulgencias –cierto, casi todas las catedrales hispanas tienen una, en México es también particularmente relevante la de Puebla-. Sin embargo, que la Puerta del Perdón mantenga la tradición de ser abierta ocasionalmente puede tener la capacidad de transportarnos al pensamiento moral y sobre todo judicial, de la extraña era barroca. Ahí está el detalle.

Hoy, en 2013, hay cinco niveles para cruzar la Puerta del Perdón de la Catedral. El primero es el inconsciente. Uno pasea por el centro, hay disponibilidad de tiempo y curiosidad y se topa con el templo capital de la ciudad con un letrero en su vano de acceso central que dice “Entrada”. Esa provocación es suficiente para buscarse un momento de sana paz espiritual o de crítica anticlerical. Listo, el caminante se llenó involuntariamente de indulgencias plenarias. Sus pecados fueron perdonados sin que él o ella lo sepan. Al próximo año, tal vez en un escenario similar, no llamará su atención que el portón esté ahora cerrado y entrará a repetir el rito por alguna de las puertas procesionales siempre abiertas.

El segundo nivel es el del ciudadano responsable y sensacionalista. Se trata de aquél que vio las noticias en el periódico, que atendió las advertencias de los cronistas. ¡Oportunidad única! ¡Vaya y pase por la Puerta Santa! El ciudadano planea un domingo por el Centro Histórico para hacer caso y pasar por la Puerta del Perdón. ¿Por qué? Porque está abierta, porque lo dijeron los periódicos, porque es una ¡oportunidad única! La siguiente semana dicen que hay un festival de luces, vamos. El gusto por la Ciudad de México requiere rendirle homenaje a las cosas viejas y más a las acciones viejas que persisten. Probablemente tras pasar por la Puerta del Perdón se echa un vistazo al dorado retablo del Altar del Perdón, con una visible y tosca restauración tras el incendio de 1968 y luego se pasea por las pocas capillas que pueden vislumbrarse porque el resto del templo está cerrado para visitas turísticas por los servicios ordinarios.

El tercer nivel es el del laico históricamente informado. En este caso, el paseante sabe que la apertura del portón central es un acto que persiste en el tiempo que si bien alguna vez tuvo una relevancia, hoy sólo implica una iluminación distinta al primer tramo de la Catedral. Pero vale la pena ir y recordar la existencia de esos tiempos crueles de la Inquisición, como dice la canción. En esas épocas coloniales, aquellos que cargaban algún castigo menor por parte del Santo Oficio, sanciones que implicaban exhibición y vergüenza pública, podían alcanzar el perdón si, en año jubilar, cruzaban la Puerta del Perdón y se entregaban a algunos ritos de purificación y redención. ¡Una barbarie!, dice el laico históricamente informado que a la vez critica al actual cardenal Norberto Rivera y se le ocurre que la Catedral pudiera servir mejor como biblioteca, sala de conciertos y un par de cafecitos en las capillas.

El cuarto nivel nos acerca a una dimensión más espiritual, pero aún inaccesible para todos los carentes de fe: este nivel es el del católico conservador contemporáneo. Posiblemente una  mayoría de los católicos tienen la gran facultad de omitir y obviar buena parte del catecismo y prácticas de la Iglesia Católica que no se corresponden con sus creencias y cotidianidades. A un buen número de ellos les tienen sin cuidado las fuentes de indulgencia o incluso las desconocen, pues encuentran la redención en su fuero interno, en el sacramento de la Reconciliación o bien en una comunicación con alguna efigie de su devoción particular. Pasar o no pasar por vanos catedralicios no da más. Sin embargo, siempre los hay más comprometidos y pendientes de la institución. Para muchos de estos católicos, que la Puerta del Perdón esté abierta exige ir a cruzarla como parte de un complejo programa de actividades en año jubilar o bien en ocasiones especiales como ésta.  

El último nivel se parece a los dos anteriores. Mantiene la espiritualidad de uno, pero el laicismo del otro. Es el menos frecuente y el que, en mi caso particular, luego de transitar por los cuatro niveles anteriores en diferentes momentos de mi vida, significa un culmen por el que vale la pena seguir abriendo esa condenada puerta. Elaboro.

Thomas Calvo, en su extraordinario ensayo[1] sobre la justicia y la relación entre soberanía y plebe en la Nueva España abre con una cita de Francisco de Quevedo sobre una ejecución en el siglo XVII que vale la pena reproducir aquí para fines similares:

“[Don Rodrigo Calderón] jueves, a 21 de octubre de 1621, salió de su casa con sesenta alguaciles de Corte, pregoneros y campanillas, y los cristos de los ajusticiados… Admiraron todos el valor y entereza suya, y cada movimiento que hizo le contaron por hazaña, porque murió no sólo con brío, sino con gala, y (si se puede decir) con desprecio… No apartó la cristiandad de la bizarría, ni la humildad de la entereza. ¡Oh, secretos de Dios! Que hasta la plaza se desquitó de su soberbia; pues quien siempre la despejaba para la muerte de un toro, aquel día la llenó de gente para que viese la suya… Confesó que se sentía muy flaco de cuerpo y alma, y luego oyendo la gente, dijo: “¿Esta es la afrenta? Esto es triunfo y gloria”. Y dio a entender que lo tuvo por tal; y así lo atestiguan los ojos que le vieron y le lloraron”[2]

Podemos describir las formas y procedimientos de la justicia en el México colonial. Sin embargo, cuesta un poco más de trabajo llegar al sentido de lo justo, a las implicaciones de las ideas de castigo y redención y a la estética muy particular que rodeó a todo un sistema espiritual, moral y judicial de la era barroca en el mundo hispano. Mucho de la construcción del México independiente consistió justamente en romper con esa mentalidad preñada de símbolos tan garigoleados como el retablo de Jerónimo de Balbás en la Capilla de los Reyes de la Catedral Metropolitana. Quevedo habla de un condenado a muerte con bravura, con valentía… El que va a morir lo hace con “triunfo y gloria”, como un cristo, como un toro en la fiesta brava. La redención está en el acto de la muerte más digna de toda: la del que con su muerte hecha espectáculo público restaura un daño. El personaje de Susan Sarandon en la película Dead Man Walking difícilmente podría inculcarle al de Sean Penn esta concepción de su condena a muerte.

La fiesta barroca era la procesión, era la mezcla de la culpa con el gozo, el permiso con la prohibición, la excepcionalidad contra la rutina. Sin embargo, la impartición de justicia, a veces civil a veces eclesiástica, pero siempre mezclada, era otra cosa. Es difícil expresarlo en términos contemporáneos y más desde una perspectiva –que sostengo- en la que se condena la pena de muerte y que las sanciones no deben tener otra finalidad que desincentivar conductas nocivas, pero en los tiempos barrocos el criminal no es apartado de la sociedad, sino que la redime con su castigo. Y hay una belleza particular en todo ello. Asistir a una ejecución pública es asistir al Calvario para llorar la muerte de Cristo al tiempo que celebrarla por lo que significa, es atestiguar una muerte “no solo con brío sino con gala y con desprecio”.
Altar del Perdón de noche.

Ahí entran las Puertas del Perdón. Si bien éstas no tenían el poder de salvar la vida de nadie, sí eran útiles para otro tipo de penas y sambenitos. Si en el cadalso se alcanzaba la redención mediante la gloria de una muerte escenificada e histriónica, el rito del año jubilar transfería esa gloria a la misericordia de un Dios administrado por la Iglesia que ofrecía pequeñas ventanas de oportunidad. El castigado debía acercarse a la Catedral, a la vista de todos, tal vez en una procesión junto con otros y entrar al templo que exuda incienso y calor por las velas. Ahí era recibido por el cabildo, en el Altar del Perdón, que inmediatamente daba instrucciones sobre oración, ayuno y penitencia que hacía válida la indulgencia recibida por la sagrada acción de transitar por ese arco de medio punto. El perdón era justo y también bello, por sagrado, tal vez de consenso social. El castigado merecía ser perdonado por la simple existencia de la gracia de Dios y si Él lo perdona, ¿quién es uno para seguir condenando? La excepcionalidad de esas puertas abiertas, que además son el acceso más importante y glorioso del principal templo de la ciudad dan un lugar y un momento sagrado a la acción de perdonar y redimir. Arquitectura, divinidad, sanción, magnificencia, gloria y eso, redención. Hoy no podríamos y tal vez no debemos verlo así.

Retablo de Covadonga en el templo de Santo Domingo. La
puerta en su base izquierda es la que conducía a la Capilla
del Rosario.
Basta agregar, además, que la Puerta Santa de la Catedral no era la única de la Ciudad de México con esas atribuciones. Había otra más, muy distinta al modelo hispano y quizá más misteriosa e intrigante. Era una que se encontraba en el templo del convento de Santo Domingo y le decían la “Puerta de Gracias”. Tenía que estar ahí, pues eran los dominicos quienes administraban el Santo Oficio en nuestras tierras y al ser ellos quienes imponían los castigos, tenían también la facultad de ofrecer algunas posibilidades para la redención. Hoy queda la Puerta de Gracias, pero ya no conduce a ningún lado. Ésta es la que se encuentra en la base izquierda del retablo de la Virgen de Covadonga en el brazo izquierdo del crucero del templo. En sus hojas están tallados en relieve San Francisco de Asís y San Antonio de Padua. La que por simetría le corresponde en el otro lado del retablo sólo tuvo fines estéticos. La Puerta de Gracias conducía, por un pasadizo, a la fastuosa capilla del Rosario del templo dominico, que desgraciadamente fue demolida cuando el anticlericalismo decidió que era mejor tener ahí ese remedo de callejón llamado Leandro Valle. No lo sé, a veces, hablando del valor de los símbolos, pienso que tal vez era sano y catártico darle tan tremendo golpe a la orden religiosa que administró de tal forma la dominación en el período colonial. No tener una capilla del Rosario, pero sí la puertita que conducía a ella tal vez sea el mejor recuerda. La Puerta de Gracias no la volveremos a ver abierta, pero la de la Catedral Metropolitana sí.

En suma, así es como vale la pena ir a la Catedral Metropolitana antes del 8 de diciembre, día de la Inmaculada Concepción, que tienen estimado cerrar la Puerta Santa. No se volverá a abrir sino hasta el año 2025, o bien antes si la ocasión lo amerita. Vale la pena ir, cerrar los ojos, imaginar un sistema donde no hay otra cosa que la fe católica como fuente de legitimidad de todo lo que rige a la sociedad. Y, a pesar de la repulsión que eso pudiera generar hoy en día, encararlo con una perspectiva humana. Encontrar la belleza que puede haber en la redención al convertirla en un acto sagrado. A veces, alcanzar la capacidad del perdón no requiere más que un acto tan simple y tan sencillo, que sólo en su valor simbólico llega a transformar las fibras necesarias lograrlo. A veces creo que del período barroco debemos rescatar esa capacidad de significar pasajes y momentos de la vida con símbolos tan sencillos como profundos. Vale la pena ir a la Catedral y cruzar la puerta bajo esta quinta categoría.



[1] Calvo, Thomas, “Soberano, plebe y cadalso bajo una misma luz en Nueva España”, en Pilar Gonzalbo Aizpuru (coord.) Historia de la vida cotidiana en México. Tomo III El siglo XVIII: entre tradición y cambio”.
[2] Quevedo y Villegas, Francisco de (1941), “Grandes anales de quince días”, en Obras completas.  Madrid: M. Aguilar Editor. Citado en op cit.

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