La Puerta
del Perdón de la Catedral está abierta. Lo publicaron los periódicos, lo
dijeron los cronistas. ¡Oportunidad única! ¡Vaya y pase por la Puerta Santa! Los
enterados y los que pasaban por ahí no pierden oportunidad de ir para ver una
puerta abierta, si acaso pasar por ahí y descubrir… nada. Disneylandia es más
divertido aunque mucho más caro.
Ciertamente
poco significa hoy en día que el gran portón central de la fachada principal de
la Catedral Metropolitana esté abierto por unos cuantos meses. Recurrentemente
se hace mención a que la importancia del acontecimiento se debe a su poca
frecuencia. ¡Se abre cada 25 años! Bueno, esto es parcialmente cierto: se abre al menos cada 25 años. Ahora está
abierta porque la Catedral recientemente decidió que 1813 fuera la fecha de “terminación”
de sus obras, por lo que ahora celebra el bicentenario de ese acontecimiento. Sin
embargo, la última vez que se abrieron estas puertas por un breve período fue
para los funerales del Cardenal Ernesto Corripio Ahumada, quien fue enterrado
en la Catedral el 12 de abril de 2008. Antes que eso, la puerta fue abierta en
2000 siguiendo la tradición jubilar. Esto es, abrirla cada 25 años que es
cuando la Iglesia Católica decreta un período de gracia en la que sus creyentes
reciben una serie de beneficios espirituales a partir de ciertas acciones.
En el mundo hispano, pasar por la “puerta
jubilar” de una catedral es motivo de indulgencias –cierto, casi todas las
catedrales hispanas tienen una, en México es también particularmente relevante
la de Puebla-. Sin embargo, que la Puerta del Perdón mantenga la tradición de
ser abierta ocasionalmente puede tener la capacidad de transportarnos al
pensamiento moral y sobre todo judicial, de la extraña era barroca. Ahí está el
detalle.
Hoy, en
2013, hay cinco niveles para cruzar la Puerta del Perdón de la Catedral. El
primero es el inconsciente. Uno pasea por el centro, hay disponibilidad de
tiempo y curiosidad y se topa con el templo capital de la ciudad con un letrero
en su vano de acceso central que dice “Entrada”. Esa provocación es suficiente
para buscarse un momento de sana paz espiritual o de crítica anticlerical. Listo,
el caminante se llenó involuntariamente de indulgencias plenarias. Sus pecados
fueron perdonados sin que él o ella lo sepan. Al próximo año, tal vez en un
escenario similar, no llamará su atención que el portón esté ahora cerrado y
entrará a repetir el rito por alguna de las puertas procesionales siempre
abiertas.
El segundo nivel
es el del ciudadano responsable y sensacionalista. Se trata de aquél que vio
las noticias en el periódico, que atendió las advertencias de los cronistas. ¡Oportunidad
única! ¡Vaya y pase por la Puerta Santa! El ciudadano planea un domingo por el
Centro Histórico para hacer caso y pasar por la Puerta del Perdón. ¿Por qué?
Porque está abierta, porque lo dijeron los periódicos, porque es una
¡oportunidad única! La siguiente semana dicen que hay un festival de luces,
vamos. El gusto por la Ciudad de México requiere rendirle homenaje a las cosas
viejas y más a las acciones viejas que persisten. Probablemente tras pasar por
la Puerta del Perdón se echa un vistazo al dorado retablo del Altar del Perdón,
con una visible y tosca restauración tras el incendio de 1968 y luego se pasea
por las pocas capillas que pueden vislumbrarse porque el resto del templo está
cerrado para visitas turísticas por los servicios ordinarios.
El tercer nivel
es el del laico históricamente informado. En este caso, el paseante sabe que la
apertura del portón central es un acto que persiste en el tiempo que si bien
alguna vez tuvo una relevancia, hoy sólo implica una iluminación distinta al
primer tramo de la Catedral. Pero vale la pena ir y recordar la existencia de esos
tiempos crueles de la Inquisición, como dice la canción. En esas épocas
coloniales, aquellos que cargaban algún castigo menor por parte del Santo
Oficio, sanciones que implicaban exhibición y vergüenza pública, podían
alcanzar el perdón si, en año jubilar, cruzaban la Puerta del Perdón y se
entregaban a algunos ritos de purificación y redención. ¡Una barbarie!, dice el
laico históricamente informado que a la vez critica al actual cardenal Norberto
Rivera y se le ocurre que la Catedral pudiera servir mejor como biblioteca,
sala de conciertos y un par de cafecitos en las capillas.
El cuarto
nivel nos acerca a una dimensión más espiritual, pero aún inaccesible para
todos los carentes de fe: este nivel es el del católico conservador contemporáneo.
Posiblemente una mayoría de los católicos
tienen la gran facultad de omitir y obviar buena parte del catecismo y prácticas
de la Iglesia Católica que no se corresponden con sus creencias y
cotidianidades. A un buen número de ellos les tienen sin cuidado las fuentes de
indulgencia o incluso las desconocen, pues encuentran la redención en su fuero
interno, en el sacramento de la Reconciliación o bien en una comunicación con
alguna efigie de su devoción particular. Pasar o no pasar por vanos
catedralicios no da más. Sin embargo, siempre los hay más comprometidos y
pendientes de la institución. Para muchos de estos católicos, que la Puerta del
Perdón esté abierta exige ir a cruzarla como parte de un complejo programa de
actividades en año jubilar o bien en ocasiones especiales como ésta.
El último nivel
se parece a los dos anteriores. Mantiene la espiritualidad de uno, pero el
laicismo del otro. Es el menos frecuente y el que, en mi caso particular, luego
de transitar por los cuatro niveles anteriores en diferentes momentos de mi
vida, significa un culmen por el que vale la pena seguir abriendo esa condenada
puerta. Elaboro.
Thomas
Calvo, en su extraordinario ensayo[1]
sobre la justicia y la relación entre soberanía y plebe en la Nueva España abre
con una cita de Francisco de Quevedo sobre una ejecución en el siglo XVII que
vale la pena reproducir aquí para fines similares:
“[Don
Rodrigo Calderón] jueves, a 21 de octubre de 1621, salió de su casa con sesenta
alguaciles de Corte, pregoneros y campanillas, y los cristos de los
ajusticiados… Admiraron todos el valor y entereza suya, y cada movimiento que
hizo le contaron por hazaña, porque murió no sólo con brío, sino con gala, y
(si se puede decir) con desprecio… No apartó la cristiandad de la bizarría, ni
la humildad de la entereza. ¡Oh, secretos de Dios! Que hasta la plaza se
desquitó de su soberbia; pues quien siempre la despejaba para la muerte de un
toro, aquel día la llenó de gente para que viese la suya… Confesó que se sentía
muy flaco de cuerpo y alma, y luego oyendo la gente, dijo: “¿Esta es la afrenta?
Esto es triunfo y gloria”. Y dio a entender que lo tuvo por tal; y así lo
atestiguan los ojos que le vieron y le lloraron”[2]
Podemos
describir las formas y procedimientos de la justicia en el México colonial. Sin
embargo, cuesta un poco más de trabajo llegar al sentido de lo justo, a las
implicaciones de las ideas de castigo y redención y a la estética muy
particular que rodeó a todo un sistema espiritual, moral y judicial de la era
barroca en el mundo hispano. Mucho de la construcción del México independiente
consistió justamente en romper con esa mentalidad preñada de símbolos tan
garigoleados como el retablo de Jerónimo de Balbás en la Capilla de los Reyes
de la Catedral Metropolitana. Quevedo habla de un condenado a muerte con
bravura, con valentía… El que va a morir lo hace con “triunfo y gloria”, como
un cristo, como un toro en la fiesta brava. La redención está en el acto de la
muerte más digna de toda: la del que con su muerte hecha espectáculo público
restaura un daño. El personaje de Susan Sarandon en la película Dead Man
Walking difícilmente podría inculcarle al de Sean Penn esta concepción de su
condena a muerte.
La fiesta
barroca era la procesión, era la mezcla de la culpa con el gozo, el permiso con
la prohibición, la excepcionalidad contra la rutina. Sin embargo, la impartición
de justicia, a veces civil a veces eclesiástica, pero siempre mezclada, era
otra cosa. Es difícil expresarlo en términos contemporáneos y más desde una
perspectiva –que sostengo- en la que se condena la pena de muerte y que las
sanciones no deben tener otra finalidad que desincentivar conductas nocivas,
pero en los tiempos barrocos el criminal no es apartado de la sociedad, sino
que la redime con su castigo. Y hay una belleza particular en todo ello.
Asistir a una ejecución pública es asistir al Calvario para llorar la muerte de
Cristo al tiempo que celebrarla por lo que significa, es atestiguar una muerte “no
solo con brío sino con gala y con desprecio”.
Altar del Perdón de noche. |
Ahí entran
las Puertas del Perdón. Si bien éstas no tenían el poder de salvar la vida de
nadie, sí eran útiles para otro tipo de penas y sambenitos. Si en el cadalso se
alcanzaba la redención mediante la gloria de una muerte escenificada e histriónica,
el rito del año jubilar transfería esa gloria a la misericordia de un Dios
administrado por la Iglesia que ofrecía pequeñas ventanas de oportunidad. El
castigado debía acercarse a la Catedral, a la vista de todos, tal vez en una
procesión junto con otros y entrar al templo que exuda incienso y calor por las
velas. Ahí era recibido por el cabildo, en el Altar del Perdón, que
inmediatamente daba instrucciones sobre oración, ayuno y penitencia que hacía válida
la indulgencia recibida por la sagrada acción de transitar por ese arco de
medio punto. El perdón era justo y también bello, por sagrado, tal vez de
consenso social. El castigado merecía ser perdonado por la simple existencia de
la gracia de Dios y si Él lo perdona, ¿quién es uno para seguir condenando? La
excepcionalidad de esas puertas abiertas, que además son el acceso más
importante y glorioso del principal templo de la ciudad dan un lugar y un
momento sagrado a la acción de perdonar y redimir. Arquitectura, divinidad,
sanción, magnificencia, gloria y eso, redención. Hoy no podríamos y tal vez no
debemos verlo así.
Retablo de Covadonga en el templo de Santo Domingo. La puerta en su base izquierda es la que conducía a la Capilla del Rosario. |
Basta
agregar, además, que la Puerta Santa de la Catedral no era la única de la
Ciudad de México con esas atribuciones. Había otra más, muy distinta al modelo
hispano y quizá más misteriosa e intrigante. Era una que se encontraba en el
templo del convento de Santo Domingo y le decían la “Puerta de Gracias”. Tenía
que estar ahí, pues eran los dominicos quienes administraban el Santo Oficio en
nuestras tierras y al ser ellos quienes imponían los castigos, tenían también
la facultad de ofrecer algunas posibilidades para la redención. Hoy queda la
Puerta de Gracias, pero ya no conduce a ningún lado. Ésta es la que se
encuentra en la base izquierda del retablo de la Virgen de Covadonga en el
brazo izquierdo del crucero del templo. En sus hojas están tallados en relieve
San Francisco de Asís y San Antonio de Padua. La que por simetría le
corresponde en el otro lado del retablo sólo tuvo fines estéticos. La Puerta de
Gracias conducía, por un pasadizo, a la fastuosa capilla del Rosario del templo
dominico, que desgraciadamente fue demolida cuando el anticlericalismo decidió
que era mejor tener ahí ese remedo de callejón llamado Leandro Valle. No lo sé,
a veces, hablando del valor de los símbolos, pienso que tal vez era sano y catártico
darle tan tremendo golpe a la orden religiosa que administró de tal forma la
dominación en el período colonial. No tener una capilla del Rosario, pero sí la
puertita que conducía a ella tal vez sea el mejor recuerda. La Puerta de
Gracias no la volveremos a ver abierta, pero la de la Catedral Metropolitana sí.
En suma, así
es como vale la pena ir a la Catedral Metropolitana antes del 8 de diciembre, día
de la Inmaculada Concepción, que tienen estimado cerrar la Puerta Santa. No se
volverá a abrir sino hasta el año 2025, o bien antes si la ocasión lo amerita. Vale
la pena ir, cerrar los ojos, imaginar un sistema donde no hay otra cosa que la
fe católica como fuente de legitimidad de todo lo que rige a la sociedad. Y, a
pesar de la repulsión que eso pudiera generar hoy en día, encararlo con una
perspectiva humana. Encontrar la belleza que puede haber en la redención al
convertirla en un acto sagrado. A veces, alcanzar la capacidad del perdón no
requiere más que un acto tan simple y tan sencillo, que sólo en su valor simbólico
llega a transformar las fibras necesarias lograrlo. A veces creo que del período
barroco debemos rescatar esa capacidad de significar pasajes y momentos de la
vida con símbolos tan sencillos como profundos. Vale la pena ir a la Catedral y
cruzar la puerta bajo esta quinta categoría.
[1] Calvo, Thomas, “Soberano, plebe y cadalso bajo una
misma luz en Nueva España”, en Pilar Gonzalbo Aizpuru (coord.) Historia de la vida cotidiana en México.
Tomo III El siglo XVIII: entre tradición y cambio”.
[2] Quevedo y Villegas, Francisco de (1941), “Grandes
anales de quince días”, en Obras
completas. Madrid: M. Aguilar Editor.
Citado en op cit.
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